lunes, 15 de octubre de 2018


Hace ciento sesenta y cuatro años, en 1854, la escritora argentina Juana Manso planteaba, no exenta de ironía, los padecimientos a los que estaba sometida la vida de una mujer “educada con un tutor perpetuo que a veces está lleno de vicios y estupidez”. Y añadía: “¡Todo le quitáis a la mujer! Todo lo que puede caber en la misión grandiosa de la inteligencia, donde toman parte la sensibilidad y la voluntad libre”. Manso tocaba el nudo gordiano de la emancipación femenina: la anulación de la conciencia de las mujeres y su sometimiento a una existencia de segunda. No solo se les arrebataba la libertad, sino que se las consideraba negadas para el conocimiento y el ejercicio de la razón. Pero las hubo que no callaron y
mostraron su desacuerdo negro sobre blanco. Historiar la rebelión de las mujeres, rendir homenaje a sus protestas escritas, es un modo de recordar que la libertad actual, el lugar que hoy ocupamos en la sociedad, es el resultado de sucesivas rupturas. Por ello hemos querido dedicar el Día de las Escritoras de 2018 a la insumisión intelectual de aquellas autoras rebeldes y transgresoras que remaron a contracorriente, y en diferentes épocas y circunstancias cuestionaron el orden que les era impuesto desde la ficción, la poesía o el ensayo. Su aportación fue tremendamente valiosa: hallaron palabras nunca dichas y vertebraron una senda donde la libertad ondeaba y transcendía cualquier bandera.
Hasta el Romanticismo, las mujeres sólo podían escribir si eran monjas o nobles. Únicamente desde la virtud o el poder se contrarrestaba dicha anomalía de su conducta. Las primeras corrientes de emancipación hicieron posible que algunas féminas de clase media iniciaran una carrera literaria y que incluso aspirasen a premios. “¿Cómo creer que ellas pudieran escribir tales cosas?”, se pregunta Rosalía de Castro en un artículo de 1856, Las literatas, que recogemos en esta antología; mujeres
a quien, asegura, “los hombres miran peor que mirarían al diablo”.
Su techo, entonces, no era de cristal, sino de durísima roca silícea. Algunas buscaban ocultarse tras un pseudónimo masculino, la mayoría trataba de no llamar la atención, vigilando no publicar de seguido en la misma provincia. Escribir significaba arriesgarse, pero la suya era vocación indómita, casi religiosa. A la poeta gallega Teresa Juana Juego, su novio le disparó cuatro tiros por haberse atrevido a publicar.
Creyéndola muerta, él se suicidó. Juego sobrevivió, pero quemaría casi toda su obra y no volvería a escribir. Ángela Figuera Aymerich resumía la inseguridad inoculada a las mujeres durante siglos en unos versos que se leen cual diagnóstico:

“¿Qué vale una mujer? ¿Para qué sirve
una mujer viviendo en puro grito?
¿Qué puede una mujer en la riada
donde naufragan tantos superhombres
y van desmoronándose las frentes
alzadas como diques orgullosos
cuando las aguas discurrían lentas?
¿Qué puedo yo con estos pies de arcilla
rodando las provincias del pecado,
trepando por las dunas, resbalándome
por todos los problemas sin remedio?”.

Eran pocas, pero muchas más de las que han transcendido. La tinta de su escritura iba dibujando otra verdad: no solo los hombres eran los hacedores del mundo, ellas sostenían numerosas estructuras, a pesar de ser privadas de voz y voto. La periodista Magda Donato escribía a comienzos del siglo XX: “Deseamos el sufragio para realizar estos ideales, lo mismo que la gente desea el dinero para satisfacer sus necesidades. ¿Le parece a usted que la correlación entre el sufragio y ‘todo eso’ es poca, siendo el sufragio la condición sine qua non para la obtención de ‘todo eso’?”.
No solo su intelecto estaba cuestionado, también su ‘yo’ público se recortaba mediante un constructo social que las asfixiaba. Aurora Bertrana se lamentaba de la ociosidad impuesta que les era asignada por su sexo: “Una vida de pereza, de inutilidad, lujo, sensualismo e ignorancia”. La condescendencia con la que muchas autoras eran tratadas merecía ser contestada con indiferencia. Así lo afirmaba –mucho antes de que Simone de Beauvoir escribiera El segundo sexo– Carmen de Burgos, la célebre Colombine, que vivió y escribió con solvencia y humildad, pero a la vez con transgresión y desafío: “No soy ambiciosa ni me importa el juicio ajeno. La calumnia se estrella a mis pies lamiéndolos mansamente como el agua del mar a las rocas inquebrantables”, asegura en su autorretrato.
Mientras, Rosario de Acuña escribía al político, periodista y escritor Ramón Chíes: “Tal vez no venzamos, pero habremos sostenido, una generación tras otra, los ideales de la humanidad a través del tiempo y del espacio”, evidenciando, por encima de todo, sus ideales humanistas. Hoy, cuando el feminismo ha sido incorporado en las agendas de gobiernos e instituciones, se entiende con mayor profundidad, si cabe, el pensamiento de María Zambrano, comprometida avant la lettre, cuando una filósofa formaba parte de una anomia, ya que a las mujeres se las ubicaba en la periferia del saber: “Mas mi cabeza en tanto que tal ni es de mujer ni de hombre, es Mente. Albergue del Logos, movida por el nous poetikós”, le escribió a su amigo.
Igualdad de derechos y de oportunidades, pero también libertad individual, libertad sexual, la constatación de las contradicciones entre el ser y el parecer, emergen de los textos de estas autoras que abordaron su condición de mujeres con poética e ironía, así como una gran solvencia creativa. La toma de conciencia del traje que las constriñe y asfixia, del escaso catálogo de roles impuestos, supone un punto de inflexión que tan bien expresara Josefina Aldecoa: “Todo lo que vino después me había llevado hasta esta Gabriela que yo era sin remedio, buena esposa, buena madre, buena ciudadana. La trampa se cerraba sobre mí”. La trampa de la sumisión, de la que había que escapar. Por mucho que abriese una lucha dubitativa y dolorosa, como de la que deja constancia poética Ángela Figuera: “¿Qué puedo yo, menesterosa, incrédula, / con sólo esta canción, esta porfía / limando y escociéndome la boca?”.
Claro que, como reflexionó con eficaz prosa Victoria Ocampo, las mujeres estaban educadas para callar: “Toda conversación entre el hombre y la mujer, apenas entra en cierto terreno, empieza por un: ‘No me interrumpas”. Reducidas casi a siluetas sin dimensión intelectual, y apenas sentimental, a pesar de que históricamente les fuera cedido el patrimonio afectivo y el manejo de las relaciones, debían de bregar contra el aislamiento. “Nunca se preocupó nadie de mi corazón. Mi corazón y yo
crecimos extrañamente, dentro de un mundo frío y distante”, en palabras de Ana María Matute.
También se rebelaron contra el amor, empezando por Idea Vilariño en su muy célebre poema “Ya no”. Contra el ideal romántico que heredaron y que les exigía sumisión y paciencia, adoración e intendencia. “El amor es este viaje inútil, pero muy suave”, como lo definió Alejandra Pizarnik. Lo importante era despertar, reconocer la propia identidad sexual, vivirla, gozarla. Escribir desde la diferencia con un calor cotidiano, como Maria Mercè Marçal: “T’estimo quan et sé nua com la navalla, com una fulla viva i oferta, com un llamp que la calcina, cec. Com l’herba, com la pluja”.
O bien liberar al amor de sus ataduras terrenales para sublimarlo hasta el arrobamiento, como Teresa Sánchez de Cepeda y Ahumada, santa Teresa de Jesús: “Muchas veces me parecía me dejaba el cuerpo tan ligero, que toda la pesadumbre de él me quitaba, y algunas era tanto, que casi no entendía poner los pies en el suelo”.
Durante siglos fueron silenciadas, desdeñadas, subestimadas, eclipsadas, pero hoy, desde la Biblioteca Nacional y desde muchas ciudades españolas y latinoamericanas que secundan la iniciativa, leemos fragmentos de sus obras, pronunciamos alto su nombre y grabamos su memoria en la nuestra, pioneras en tiempos borrosos que abrieron claros de luz. En estas palabras de Filomena Dato hay una oda a la fortaleza, al ingenio y a la sabiduría que han detentado generaciones y generaciones de mujeres escritoras, a pesar de todo, gracias a todo:

“Las mujeres fueron sin duda 
de clarísimo talento,
que divinizaría
la admiración y el tiempo.
Y éste, una innegable señal
de que las mujeres tuvieron
siempre voluntad de saber
y demostraron ingenio.
Cientos de mujeres sabias
pueden ponerse de ejemplo”.

Joana Bonet
Comisaria del Día de las Escritoras 2018