Hace
ciento sesenta y cuatro años, en 1854, la escritora argentina Juana Manso
planteaba, no exenta de ironía, los padecimientos a los que estaba sometida
la vida de una mujer “educada con un tutor perpetuo que a veces está
lleno de vicios y estupidez”. Y añadía: “¡Todo le quitáis a la mujer! Todo
lo que puede caber en la misión grandiosa de la inteligencia, donde toman
parte la sensibilidad y la voluntad libre”. Manso tocaba el nudo gordiano
de la emancipación femenina: la anulación de la conciencia de las
mujeres y su sometimiento a una existencia de segunda. No solo se les arrebataba
la libertad, sino que se las consideraba negadas para el conocimiento
y el ejercicio de la razón. Pero las hubo que no callaron y
mostraron
su desacuerdo negro sobre blanco. Historiar la rebelión de las mujeres,
rendir homenaje a sus protestas escritas, es un modo de recordar que
la libertad actual, el lugar que hoy ocupamos en la sociedad, es el resultado
de sucesivas rupturas. Por ello hemos querido dedicar el Día de las
Escritoras de 2018 a la insumisión intelectual de aquellas autoras rebeldes
y transgresoras que remaron a contracorriente, y en diferentes épocas
y circunstancias cuestionaron el orden que les era impuesto desde la
ficción, la poesía o el ensayo. Su aportación fue tremendamente valiosa:
hallaron palabras nunca dichas y vertebraron una senda donde la libertad
ondeaba y transcendía cualquier bandera.
Hasta
el Romanticismo, las mujeres sólo podían escribir si eran monjas o nobles.
Únicamente desde la virtud o el poder se contrarrestaba dicha anomalía
de su conducta. Las primeras corrientes de emancipación hicieron
posible que algunas féminas de clase media iniciaran una carrera literaria
y que incluso aspirasen a premios. “¿Cómo creer que ellas pudieran
escribir tales cosas?”, se pregunta Rosalía de Castro en un artículo
de 1856, Las literatas, que recogemos en esta antología; mujeres
a
quien, asegura, “los hombres miran peor que mirarían al diablo”.
Su
techo, entonces, no era de cristal, sino de durísima roca silícea. Algunas
buscaban ocultarse tras un pseudónimo masculino, la mayoría trataba
de no llamar la atención, vigilando no publicar de seguido en la misma
provincia. Escribir significaba arriesgarse, pero la suya era vocación
indómita, casi religiosa. A la poeta gallega Teresa Juana Juego, su
novio le disparó cuatro tiros por haberse atrevido a publicar.
Creyéndola
muerta, él se suicidó. Juego sobrevivió, pero quemaría casi toda
su obra y no volvería a escribir. Ángela
Figuera Aymerich resumía la inseguridad inoculada a las mujeres durante
siglos en unos versos que se leen cual diagnóstico:
“¿Qué
vale una mujer? ¿Para qué sirve
una
mujer viviendo en puro grito?
¿Qué
puede una mujer en la riada
donde
naufragan tantos superhombres
y
van desmoronándose las frentes
alzadas
como diques orgullosos
cuando
las aguas discurrían lentas?
¿Qué
puedo yo con estos pies de arcilla
rodando
las provincias del pecado,
trepando
por las dunas, resbalándome
por
todos los problemas sin remedio?”.
Eran
pocas, pero muchas más de las que han transcendido. La tinta de su escritura
iba dibujando otra verdad: no solo los hombres eran los hacedores
del mundo, ellas sostenían numerosas estructuras, a pesar de ser
privadas de voz y voto. La periodista Magda Donato escribía a comienzos
del siglo XX: “Deseamos el sufragio para realizar estos ideales,
lo mismo que la gente desea el dinero para satisfacer sus necesidades.
¿Le parece a usted que la correlación entre el sufragio y ‘todo
eso’ es poca, siendo el sufragio la condición sine qua non para la obtención
de ‘todo eso’?”.
No
solo su intelecto estaba cuestionado, también su ‘yo’ público se
recortaba mediante un constructo social que las asfixiaba. Aurora Bertrana
se lamentaba de la ociosidad impuesta que les era asignada por su
sexo: “Una vida de pereza, de inutilidad, lujo, sensualismo e ignorancia”.
La condescendencia con la que muchas autoras eran tratadas merecía
ser contestada con indiferencia. Así lo afirmaba –mucho antes de que
Simone de Beauvoir escribiera El segundo sexo– Carmen de Burgos, la
célebre Colombine, que vivió y escribió con solvencia y humildad, pero a
la vez con transgresión y desafío: “No soy ambiciosa ni me importa el juicio
ajeno. La calumnia se estrella a mis pies lamiéndolos mansamente como
el agua del mar a las rocas inquebrantables”, asegura en su autorretrato.
Mientras,
Rosario de Acuña escribía al político, periodista y escritor
Ramón Chíes: “Tal vez no venzamos, pero habremos sostenido, una
generación tras otra, los ideales de la humanidad a través del tiempo y del
espacio”, evidenciando, por encima de todo, sus ideales humanistas.
Hoy, cuando el feminismo ha sido incorporado en las agendas
de gobiernos e instituciones, se entiende con mayor profundidad,
si cabe, el pensamiento de María Zambrano, comprometida avant
la lettre, cuando una filósofa formaba parte de una anomia, ya que a las
mujeres se las ubicaba en la periferia del saber: “Mas
mi cabeza en tanto
que tal ni es de mujer ni de hombre, es Mente. Albergue del Logos, movida
por el nous poetikós”, le escribió a su amigo.
Igualdad
de derechos y de oportunidades, pero también libertad individual,
libertad sexual, la constatación de las contradicciones entre el ser
y el parecer, emergen de los textos de estas autoras que abordaron su condición
de mujeres con poética e ironía, así como una gran solvencia creativa.
La toma de conciencia del traje que las constriñe y asfixia, del escaso
catálogo de roles impuestos, supone un punto de inflexión que tan bien
expresara Josefina Aldecoa: “Todo lo que vino después me había llevado
hasta esta Gabriela que yo era sin remedio, buena esposa, buena madre,
buena ciudadana. La trampa se cerraba sobre mí”. La trampa de la sumisión,
de la que había que escapar. Por mucho que abriese una lucha dubitativa
y dolorosa, como de la que deja constancia poética Ángela Figuera:
“¿Qué puedo yo, menesterosa, incrédula, / con sólo esta canción, esta
porfía / limando y escociéndome la boca?”.
Claro
que, como reflexionó con eficaz prosa Victoria Ocampo, las mujeres
estaban educadas para callar: “Toda conversación entre el hombre
y la mujer, apenas entra en cierto terreno, empieza por un: ‘No me
interrumpas”. Reducidas casi a siluetas sin dimensión intelectual, y apenas
sentimental, a pesar de que históricamente les fuera cedido el patrimonio
afectivo y el manejo de las relaciones, debían de bregar contra el
aislamiento. “Nunca se preocupó nadie de mi corazón. Mi corazón y yo
crecimos
extrañamente, dentro de un mundo frío y distante”, en palabras de
Ana María Matute.
También
se rebelaron contra el amor, empezando por Idea Vilariño en su muy
célebre poema “Ya no”. Contra el ideal romántico que heredaron y que
les exigía sumisión y paciencia, adoración e intendencia. “El amor es este
viaje inútil, pero muy suave”, como lo definió Alejandra Pizarnik. Lo importante
era despertar, reconocer la propia identidad sexual, vivirla, gozarla.
Escribir desde la diferencia con un calor cotidiano, como Maria Mercè
Marçal: “T’estimo quan et sé nua com la navalla, com una fulla viva
i oferta, com un llamp que la calcina, cec. Com l’herba, com la pluja”.
O
bien liberar al amor de sus ataduras terrenales para sublimarlo hasta el arrobamiento,
como Teresa Sánchez de Cepeda y Ahumada, santa Teresa de
Jesús: “Muchas veces me parecía me dejaba el cuerpo tan ligero, que toda
la pesadumbre de él me quitaba, y algunas era tanto, que casi no entendía
poner los pies en el suelo”.
Durante
siglos fueron silenciadas, desdeñadas, subestimadas, eclipsadas, pero
hoy, desde la Biblioteca Nacional y desde muchas ciudades españolas
y latinoamericanas que secundan la iniciativa, leemos fragmentos
de sus obras, pronunciamos alto su nombre y grabamos su memoria
en la nuestra, pioneras en tiempos borrosos que abrieron claros de
luz. En estas palabras de Filomena Dato hay una oda a la fortaleza, al ingenio
y a la sabiduría que han detentado generaciones y generaciones de mujeres
escritoras, a pesar de todo, gracias a todo:
“Las
mujeres fueron sin duda
de
clarísimo talento,
que
divinizaría
la
admiración y el tiempo.
Y
éste, una innegable señal
de
que las mujeres tuvieron
siempre
voluntad de saber
y
demostraron ingenio.
Cientos
de mujeres sabias
pueden
ponerse de ejemplo”.
Joana
Bonet
Comisaria
del Día de las Escritoras 2018